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Los videoclubs

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Hasta hace no demasiados años los negocios de alquiler de películas (videoclubs) estaban a la orden del día. Cada barrio tenía el suyo propio, donde las familias deambulaban en busca del último estreno, o simplemente en busca de una cinta con la que pasar la tarde.

Yo mismo, cuando era niño iba con mis padres los sábados al videoclub de la esquina, para elegir la película que veríamos por la noche. Recuerdo, que muchas veces estábamos indecisos, así que preguntábamos al dueño del local, que amablemente nos asesoraba.

Con el paso del tiempo (años 80 y 90) fueron surgiendo decenas de estos negocios, como si se tratara de la gallina de los huevos de oro. Hubo incluso quién llegó a vaticinar que los cines desaparecerían ante el imparable crecimiento de este tipo de locales.

Nada más lejos de la realidad, el cine coexistió tranquila y pacíficamente con ellos, al igual que lo hacía con la televisión. Fue con la llegada del nuevo siglo (y de Internet a los hogares), cuando los videoclubs sufrieron una rápida decadencia, dejándolos prácticamente extintos a día de hoy.

Los comienzos

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George Atkinson, creador del videoclub

El primer videoclub de la historia data de finales de 1977. La idea surgió de un humilde californiano afincado en Estados Unidos, llamado George Atkinson.

En aquella época la empresa Magnetic Video había llegado a un acuerdo con 20th Century Fox para sacar a la venta 50 de sus películas en formato Betamax y VHS. Cada cinta costaba 50 dólares, mientras que los vídeos rondaban los 1.000.

George se dio cuenta de que las cintas eran muy caras, y que la gente las veía tan solo un par de veces. Así que pensó que podría hacer negocio alquilándolas.

De este modo puso un anuncio de alquiler de películas en el periódico. Rápidamente recibió miles de solicitudes, así que decidió adquirir con un amigo las 50 películas de Fox e instalarse en un local para alquilarlas. Era el primer videoclub de la historia, al que llamaron Video Station.

En España el modelo se implantó rápidamente durante la década de los 80 (recordemos que en aquel entonces solo existían dos canales en televisión), hasta que llegó el verdadero boom a principios de los 90, cuando ya todo el mundo tenía un reproductor de vídeo en casa.

Para poder alquilar películas, previamente había que darse de alta como socio. Para ello te solían pedir tus datos personales, básicamente el DNI, y una fotocopia de algún recibo (luz, agua, gas…) para constatar el domicilio en el que residías.

Tras este proceso, ya podías ser poseedor de un carné plastificado que te daba acceso a todo el catálogo de películas del videoclub. Las cintas había que devolverlas normalmente en uno o dos días, y solía haber un número máximo de títulos que se podían alquilar a la vez. La pérdida o demora en la devolución conllevaba “multas” que podían llegar a ser de gran cuantía.

La llegada de Blockbuster

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Como muchos de vosotros sabréis, Blockbuster fue la cadena de videoclubs más grande conocida a nivel mundial. La compañía se fundó en 1985 en Texas, Estados Unidos, y pronto se convirtió en todo un símbolo del negocio de alquiler de películas.

La multinacional estadounidense llegó a España en 1992 y su expansión fue realmente vertiginosa, montando cientos de gigantescas tiendas en todo el país en pocos meses. Tendría que pasar una década, hasta la llegada de Starbucks a nuestro país (2002), para que volviéramos a ver una maniobra similar de expansión de una marca.

Blockbuster se hizo con los mejores establecimientos de cada ciudad. Recuerdo perfectamente que siempre los ubicaban en locales de cientos de metros cuadros y en calles comerciales. Sus estanterías estaban repletas de estrenos que cambiaban regularmente.

Además de películas, también disponían de un gran catálogo de videojuegos de diferentes plataformas, e incluso existía la posibilidad de alquilar las propias videoconsolas.

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Durante todo este tiempo se fueron adaptando a los nuevos formatos, pasando del VHS al DVD, y de los juegos de Super Nintendo y Megadrive a los de Nintendo 64 y PlayStation.

Poco a poco el negocio fue evolucionando y diversificando los productos que tenían. Incluyeron una sección de películas pornográficas (en la que me intenté colar más de una vez para ver las carátulas). Asimismo, empezaron a ofrecer todo tipo de snacks y refrescos como si de un ultramarinos se tratara. Finalmente, incluso vendían películas, videojuegos y cintas vírgenes.

El fin de una época

Los videoclubs vivieron una larga etapa dorada que parecía que no iba a acabar nunca. Pese a los altibajos, la oferta y la demanda de estos negocios estuvo ajustada durante mucho tiempo.

Inicialmente, tras el boom de aperturas de los años ochenta, hubo un lógico reajuste en el mercado en el que desaparecieron las tiendas con menos diversidad de producto. A principios de los 90, consiguieron sobrevivir a la llegada de los canales de televisión privados y de pago (Canal+), que daban más posibilidades de entretenimiento al espectador.

Todo empezaría a cambiar a partir de los años 2000. Con la llegada de los formatos CD y DVD, de pronto las calle se llenaron de inmigrantes subsaharianos que vendían música y películas piratas en la calle. Había llegado el Top manta.

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Prácticamente al mismo tiempo, Internet llegó a los hogares de forma masiva. Las tarifas planas hicieron su aparición, y se abría un abanico nunca visto de posibilidades y de programas de descarga de contenidos P2P. Los más viejos del lugar aun recordamos Napster (música) Emule o Kazaa.

Pese a todo, los videoclubs aguantaron el primer tirón. La calidad, tanto de imagen como de sonido, de los DVDs comprados en la calle era muchas veces pésima, llegando a tener cortes que hacían imposible su visionado. Por otro lado, la velocidad de Internet aún era muy limitada, lo que hacía que las descargas tardaran incluso días en completarse.

Lamentablemente era el principio del fin. El Top manta se siguió extendiendo (y mejorando su calidad), mientras que Internet siguió su imparable avance, llegando el momento en que se tardaba menos en descargar una película que en bajar a alquilarla. BitTorrent y Megaupload terminaron de dar la puntilla al ya de por si maltrecho sector. Los videoclubs fueron cerrando sus puertas a la misma velocidad que en su día abrieron, un efecto dominó que no tuvo piedad con nadie.

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Blockbuster cerró todas sus tiendas en España en el año 2006 y se declaró en quiebra en el año 2010. Lo más curioso de esta historia, es que el gigante del alquiler de películas tuvo la salvación en sus manos, pero no supo aprovechar la oportunidad que se le presentó. Me explico.

A finales de los 90, la compañía multó con 40 dólares al hasta entonces desconocido Reed Hastings por demorarse en la entrega de una película. Hastings pensó que este tipo de sanciones eran desmedidas, así que ideó un nuevo modelo de negocio basado en la emisión de películas en streaming.

Había nacido Netflix, una plataforma online que permite el visionado ilimitado de contenidos según la demanda del usuario, el cual únicamente paga una tarifa fija mensual.

En el año 2000, Hastings intentó vender su novedosa empresa al director de Blockbuster por 50 millones de dólares. Sin embargo la multinacional rechazó el ofrecimiento, al considerar que no tendría demasiada cuota de mercado. Sin saberlo, acababan de agotar su último cartucho.

Fuentes

Blockbuster (Wikipedia en español)
“George Atkinson, fundador del primer videoclub” en elmundo.es

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